Una de las tareas más complicadas a desempeñar por cualquier persona debe ser la de gobernar. No cabe duda que es una labor sumamente complicada, delicada y necesaria. Gobernar para todos no es dar gusto a todos, pero sí buscar el bien de todos, aunque en esa búsqueda se incomode a algunos sectores.

En una sociedad tan compleja como la mexicana, con un mosaico tan variado y disparejo como el nuestro, donde algunos pocos tienen tanta riqueza que hacen parecer inexistentes a los demás, donde las oportunidades de desarrollo y movilidad social son tan crueles para unos y tan ventajosas para otros, resulta una tarea aún más cuesta arriba la del buen gobierno, entre otras razones, porque la mayoría, los menos favorecidos, siempre sospecharán (con justa razón, indudablemente) del que detente el poder, al parecerle que se gobierna para el bien de unos pocos.

Posiblemente, por lo que acabo de plantear, en México hay una forma de gobernar que históricamente ha sido –si no para convertirnos en una nación desarrollada, de esas que se les dice de “primer mundo”–, para mantenernos más o menos agarrados de eso a lo que llamamos México. Ojo, que no le decimos Estados Unidos Mexicanos. ¿Tenía razón Calderón o no al proponer cambio de nombre oficial?

Se gobierna para mantener una unidad a partir de cierto sentimiento patriotero, con una serie de promesas de que todo irá bien en el futuro; o se dictan líneas serias de trabajo y se aplican las medidas necesarias para que aquel que no las cumpla se haga a un lado y no disfrute del empeño de los demás.

La primera forma puede ser muy atractiva y populachera; se queda bien y poco gastado, como dicen por ahí. La gente estará contenta de que entre promesa y promesa organicen una que otra festividad, feria, desfile, programa de beneficencia, den credenciales de descuento, pases gratis para conciertos, se rompa el récord de hacer la rosca de Reyes más grande (aquí sí no aplica el estado laico), den recursos cuasi inagotables a los sindicatos (más específicamente a unos cuantos líderes) sin que rindan cuentas, subsidien el gas, el agua, la gasolina (aunque en los recibos hagan lo necesario para que se note, como amenaza de la catástrofe económica que nos vendrá sin la dádiva);  “regalen” las medicinas en el Seguro Social (aunque nunca hay más que aspirinas), nos den libros de texto gratuitos con faltas de ortografía (claro, eso también es de regalo); a los investigadores nacionales pertenecientes al sistema les den un sobresueldo, aunque sólo sirva para completar su deteriorada economía y no para hacer una inversión en investigación, etcétera. Así, podríamos seguir con una inagotable lista de beneficios que “papá gobierno” nos dispensa.

¡No te quejes! No ves que trabajo mucho –dirá papá gobierno– para darte lo que disfrutas todos los días; comes (comida chatarra), tienes un techo (aunque sea de lámina) y hasta diversiones (albercas, cines, pistas de hielo, conciertos e incluso políticos peleando). ¿Que no es suficiente? También, cariño, si tienes suerte, en la próxima gira que haga el presidente, el gobernador, el delegado, el presidente municipal, el regidor, podrás estrechar la mano del… gobernante; ¡Casi se me sale decir SERVIDOR PÚBLICO! Con algo más de fortuna, te sacas una fotografía y si de plano se cumple tu sueño, hasta sales en televisión (ahora con la tecnología, te pueden filmar con el teléfono y subirlo a la red). ¿Desde cuándo se practica esta forma de gobierno? Desde hace unos siglos, en nuestro país es histórica, es lo que se llama PATERNALISMO. Vaya paternidad.

La otra forma es menos popular, implica más esfuerzo, compromiso, hacer valer la ley, tener reglas claras donde el que gobierna es el primero en cumplirlas. Todos jalan parejo, pero todos se benefician igual. El sentido de la responsabilidad es infaltable en esta forma, un sentido que demanda a cada uno de los ciudadanos y que al final todos van a gozar de lo alcanzado porque se lo han ganado, no porque le subsidian, le dan dádivas, le hacen el favor.

La diferencia es pequeña: gente lista hay de sobra, pero no es fácil hacer a un lado el paternalismo para tener un gobernante en vez de un papá, entre otras cosas, porque implica que el primero en cambiar debe ser el mexicano “de a pie” y a nadie le gusta ser parricida, ¿o sí?

Fernando Huerta Vilchis

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Fernando Huerta Vilchis es Licenciado en Periodismo y Comunicación Colectiva por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García y Maestro en Comunicación Social por la Universidad Panamericana. Actualmente es candidato a Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Es miembro de la World Association for Public Opinion Research (WAPOR), de la Association for Education in Journalism and Mass Communication (AEJMC) y del Grupo Análisis Latinoamericano de Ciencia Política (ALACIP). Profesor en la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana Campus México. Puedes contactarlo en: fhuerta@up.edu.mx