El último día de la visita apostólica del papa Francisco en México no podía ser menos intenso que los anteriores. Las actividades del papa en nuestro país llegan a su punto culminante. En la tarde del miércoles 17 de febrero el Sumo Pontífice celebró la última eucaristía en la frontera de México con Estados Unidos, a la orilla del Río Bravo.
Las calles de Ciudad Juárez estaban a reventar. Parecía que absolutamente todos los habitantes de la ciudad habían salido de sus casas para verlo pasar. Desde el papamóvil su santidad saludaba con un gran cariño. El sol de media tarde ardía sobre miles de rostros que brillaban llenos de fe.
Cuando el papa llegó al evento, se le pidió a la gente que guardara unos minutos de silencio para recogerse en oración. Los siguientes momentos fueron sumamente significativos.
El Santo Padre, quien traía el báculo que esa misma mañana le obsequió un preso, se acercó al Río Bravo para dejar unas flores al pie de la cruz que llevaba el símbolo de la Sagrada Familia peregrina. Fue un momento único. Una escena impactante y conmovedora. La música grave y solemne intensificaba el sentimiento.
La solemnidad de la celebración, que contrastaba con los eventos del martes en Morelia, enseñó al mundo el interior de los corazones de los habitantes de Juárez, que recordaban el sufrimiento de tantos hermanos.
Así, entró el papa junto con los sacerdotes que concelebraron, todos vestidos de morado, un color que simboliza penitencia. El papa se detuvo para bendecir a la gente. El público lo saludó respetuosamente.
El Evangelio según San Lucas narró aquella vez en la que Jesús habló del pueblo de Nínive, cuando fue invitado a la conversión por el profeta Jonás, episodio bíblico que fue narrado en la primera lectura.
Con firmeza, honestidad y claridad, el papa tomó la palabra para iniciar su última homilía. Citó la primera lectura, hablando de una ciudad bíblica “que se estaba autodestruyendo, fruto de la opresión y la degradación, de la violencia y de la injusticia,” a la cual el Padre quiere destruir, pero no sin antes ser misericordioso y enviar a un mensajero que los invita a convertirse. Dios envía a Jonás a “despertar a un pueblo ebrio de sí mismo”.
Alimentando a México una vez más con palabras de esperanza, el papa dijo con una gran convicción:
“Siempre hay posibilidad de cambio, estamos a tiempo de reaccionar y transformar, modificar y cambiar, convertir lo que nos está destruyendo como pueblo”.
Además, siguiendo el hilo de su discurso acerca de la misericordia, dijo que “son las lágrimas las que pueden darle paso a la transformación” e invitó a todos a “implorar la misericordia divina, el don de las lágrimas y el don de la conversión”.
No se tragó las palabras. El papa Francisco, misionero de misericordia y paz, no dejó verdades en el aire. Mencionó al gran número de inmigrantes, provenientes de todo México y Centroamérica, que son víctimas de atroces actos de violencia, pero afirmó con ese cariño que tanto lo caracteriza que “esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres, por historias, por familias”.
No terminó de hablar sin antes enviar un saludo a todos los que estaban del otro lado de la frontera, reunidos en el estadio de la Universidad de El Paso, viéndolo y acompañándolo. “Gracias hermanas y hermanos de El Paso por hacernos sentir una sola familia y una sola comunidad cristiana”, concluyó el papa Francisco.
La comunión, los violines, el silencio y la expresión de seriedad del papa, quien al terminar cerró los ojos para verse inmerso en oración, eran parte de una gran escena que puso en sintonía a millones de corazones.
El obispo de Ciudad Juárez le ofreció a su santidad unas palabras de agradecimiento, diciéndole que ha venido a visitar en un momento clave de su historia como ciudad, pues han sentido “en carne propia la consecuencia de la violencia”, pero que hoy sentían la esperanza que él le ha brindado a todo el país.
El papa Francisco volvió a tomar el micrófono para decir: “Gracias por haberme abierto las puertas de sus vidas, de su nación”. Además citó a Octavio Paz, escritor mexicano, con las palabras de su poema Hermandad: “también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletrea” y lo relacionó con Dios, diciendo que él es la verdadera fuerza.
“Muchos hombres y mujeres a lo largo de las calles, cuando pasaba, levantaban a sus hijos, me los mostraban. Son el futuro de México, cuidémoslos, amémoslos. Que esos chicos son profetas del mañana, son signos del nuevo amanecer. Estén seguros que por ahí, en algún momento, sentía ganas de llorar de ver tanta esperanza, en un pueblo tan sufrido. Que María de Guadalupe siga visitándolos, siga caminando por estas tierras… nuevamente gracias por esta tan cálida hospitalidad mexicana”.
Con ese afectuoso adiós el papa Francisco se subió al papamóvil para iniciar su recorrido hasta el aeropuerto de Ciudad Juárez, en donde lo esperaban Enrique Peña Nieto, su esposa, varios obispos y hasta mariachis para despedirlo antes de tomar el avión Misionero de Paz, de regreso a Roma.
La gente lucía contenta de estar ahí, pero triste de despedirlo. Unos veinte niños se animaron a esquivar a la seguridad para subirse a la alfombra roja y abrazarlo, haciéndolo sonreír. Se escuchó el Himno Nacional Mexicano y el del Vaticano, y un guardia de seguridad cargó a un niño que lloraba desconsolado por la partida del santo padre y lo acercó hasta él.
Finalmente el papa subió al avión y saludando por la ventanilla, partió. Con un nudo en la garganta, los mexicanos lo despedimos, esperando verlo pronto.
María Bolio