Recuerdo que cuando estudiaba la maestría uno de mis compañeros acostumbraba a decir con mucha socarronería que la universidad era un espacio de “deformación” profesional. Recuerdo, también, que más de un profesor se molestó con aquel comentario, que no era más que una broma provocativa.

Bromas aparte, mi compañero no mentía. En la universidad no sólo entramos en contacto con ideas nuevas que poco a poco nos vamos apropiando, también aprendemos a ver el mundo desde una óptica en particular –la de la carrera que que estudiamos– y adoptamos con orgullo un lenguaje académico –jerigonza, en buen castellano– que nos permite formar parte de una comunidad de pares. Con el paso de los años, y si todo sale bien, interpretamos, leemos y observamos nuestro entorno desde este enfoque y con una gran facilidad.

Esta “deformación” profesional de la que estoy tan ufano también ha sido vehículo de desgracias en mi vida, en particular de una: me ha hecho ser una compañía insoportable para ver la televisión o ir al cine cuando se trata de historia. No me malinterpretes, amigo lector.

Esta confesión no implica que no disfrute viendo las series o películas históricas o, peor aún, que las odie. Por el contrario, me atraen y gozo mucho con ellas; sin embargo, sacan a relucir mi lado oscuro: el del historiador de tiempo completo, ese que dentro de sus limitaciones está buscando los anacronismos en las fechas, los términos y hasta en el vestuario; el mismo que en cierto momentos dice, y no en voz muy baja, “¿quién le dijo a los guionistas que esta palabra se decía en esa época?” o “esa bandera está mal hecha” o “estos tipos de plano se documentaron en Wikipedia”.

Entiendo que estos comentarios pueden resultar fastidiosos a otras personas que lo único que quieren es divertirse en lugar de tener una clase pura y dura de Historia. En cierto sentido, también lo son para mí, pues llega el momento en el que me doy cuenta de que estoy destrozando un trabajo que tiene valor y que, por si ello fuera poco, soy incapaz de realizar. El problema es que olvido, como lo hacen otros con las novelas, que en realidad esas series o películas son obra de ficción, recreaciones que no pretenden decir lo que realmente sucedió (¡cómo si ello fuera posible!), más bien aspiran a entretener a la audiencia con una narración en la que la Historia sirve para contextualizar y dar cierta credibilidad. No más.

Charles Dickens escribió alguna vez que “el hombre es un animal de costumbres”, y yo no he de ser la excepción, así que, amigo lector, no esperes que después de esta confesión vaya a cambiar, pues lo mío es algo grave… es “deformación” profesional.

Íñigo Fernández Fernández

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Íñigo Fernández Fernández es licenciado y maestro en historia por la Universidad Iberoamericana, y doctor en documentación por la Universidad Complutense de Madrid. Autor de los librosCápsulas de historia contra el aburrimiento. Pequeñas y Entretenidas Dosis de Historia de China, Grecia, Egipto y Roma Antiguas; El debate fe razón en la prensa católica y liberal de la capital mexicana; ¿Cómo se ha escrito la historia? Una alternativa para la enseñanza de la historiografía a preuniversitarios; Historia de México. Curso para Preparatoria. Es profesor e investigador en la Universidad Panamericana, puedes contactarlo en: infernan@up.edu.mx.